Recordando al poeta de la Llanura......

Se crea este Blog, con el trabajo conjunto de los hijos y familiares del Poeta de Camaguán, quien dedicó su vida, aún fuera de su terruño, al estudio e investigación de su historia, tierra y costumbres, en una constante lucha para mantener vivas sus raíces y tradiciones. Germán Fleitas Beroes, plasmó en sus libros y escritos, su voluntad y esperanza de que su obra no quedara en el olvido, pues había mucho de Venezuela en ella. Amó su país y amó el rincón de suelo en el que nació y se esforzó en sembrar la identidad nacional a través de su pluma. Por eso, hoy sus hijos y familiares, juntamos nuestros recuerdos para crear esta página en honor a un venezolano auténtico.

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viernes, 14 de febrero de 2014

Especial Bicentenario La ciudad de las cuatro batallas. Parte I



Especial Bicentenario
La ciudad de las cuatro batallas. Parte I
Miércoles, 12 febrero 2014
Por Editor Redacción - El Clarín

Fuente Germán Fleitas Nuñez | La histórica ciudad de La Victoria fue escenario de cuatro grandes batallas. Dos durante la guerra de independencia; una de ellas al final de la Primera República y la otra, durante la Segunda. Una tercera a finales del siglo XIX y la cuarta a comienzos del siglo XX. Todas se ganaron.


La primera, calificada como “la más sangrienta de su época”, se libró en junio de 1812, entre el ejército patriota al mando del Generalísimo Francisco de Miranda y las tropas realistas de Domingo Monteverde. Fue la última acción militar del Precursor de la Independencia y su última victoria.

La Segunda, el 12 de febrero de 1814, entre jóvenes patriotas mandados por el general José Félix Ribas y realistas comandados por José Tomás Boves.

La Tercera, en 1879 entre el Gobierno que a la muerte del General Francisco Linares Alcántara, presidió su hermano Gregorio Valera y el ejército guzmancista, acaudillado por entre otros, los generales Gregorio Cedeño, Jesús María Aristeguieta y Joaquín Crespo.

La cuarta y última, la gran batalla que en 1902 presentó el gobierno presidido por los Generales Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, contra la llamada Revolución Libertadora, acaudillada por el banquero y general Manuel Antonio Matos. Fue la primera derrota militar que sufrió el imperialismo en la América Latina.

Este trabajo versa sobre la segunda; la del 12 de febrero de 1814 entre Ribas y Boves.

Arriando Las Banderas


El 5 de julio de 1812 tuvo lugar en la Villa de Nuestra Señora de Guadalupe de La Victoria, entonces capital provisional de Venezuela, uno de los acontecimientos más dramáticos de nuestra gesta emancipadora; ese día, Don Francisco de Miranda investido de su doble condición de Dictador y Generalísimo de los Ejércitos, ofreció un espléndido banquete de cien cubiertos, para celebrar el primer aniversario de la Declaración de Independencia.

La escena era casi surrealista, porque cinco días antes, en ese mismo lugar, libraba el General la última batalla militar de su vida y aún no se había terminado de enterrar los muertos. El oficial venezolano que había peleado en tres continentes y en las tres guerras más importantes de su época: la Independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa y la Independencia Suramericana, acababa de poner su pié, por última vez, en un campo de batalla. Esta primera batalla de La Victoria fue la última ganada por el Generalísimo Francisco de Miranda. Se produjo el sábado 20 de junio de 1812 entre las fuerzas patriotas del Precursor y el ejército realista al mando de Domingo Monteverde. Al amanecer, el ejército fue atacado por un cuerpo de tres mil hombres de infantería y caballería y por dos piezas de artillería.

Miranda había llegado a La Victoria el 17 de junio procedente de Valencia y Maracay en lo que para muchos de sus oficiales y soldados parecía una retirada de la lucha.

El ataque fue por sorpresa y el enemigo, que entró por tres puntos diferentes a las ocho de la mañana, logro llegar hasta la Plaza Mayor. Atacaron tres veces y fueron rechazados durante cuatro horas. Al mediodía emprendieron una desordenada retirada dejando el campo de batalla sembrado de cadáveres. Más de trescientos muertos, considerable número de heridos y prisioneros de guerra. Comenzaban las tropas a perseguir al enemigo cuando el Generalísimo ordenó replegarse e interrumpir la persecución.

Entre sus tropas perecieron los oficiales franceses Larrente y Rosset y el Subteniente de Infantería Antonio Mares; fueron heridos los coroneles Urbina y Palacios, el Barón de Shoremberg y un cadete de apellido Carcaña.

Al día siguiente las recorridas encontraron los campos inmediatos cubiertos de cadáveres aun cuando el enemigo “… procuró llevar consigo todos cuantos pudo”.

Hubo en esta primera batalla más muertos que en la que dos años después sostendrían Ribas y Boves. Es bueno recordar que los dos militares más fieros que comandaron las banderas del Rey en esta provincia, ambos, Monteverde y Boves, en menos de dos años, fueron derrotados en La Victoria.

Miranda parecía un anciano entre sus oficiales; tenía sesenta y dos años cuando Bolívar no llegaba a los veintinueve. La deserción, la indisciplina y la sospecha, cundían entre sus soldados y a ello contribuía la falta de agresividad del sabio general.

Cuando la oficialidad insiste en perseguir al enemigo, él ordena el repliegue. Comenzaba… “la tragedia del Generalísimo.”

Como en nuestra ciudad, en todas las batallas, siempre se pelea dos veces y hasta más, a los nueve días (el 29 de junio de 1812) Monteverde ataca nuevamente reforzado por las tropas que el sanguinario Eusebio Antoñanzas había traído del llano y por los contingentes llegados de Puerto Rico. Volvieron los patriotas a ganar, esta vez en la que los historiadores han llamado “la más sangrienta batalla de la época”.

Entre los vencedores están Juan Pablo Ayala, Ducayla y el francés Chatillon; la caballería triunfó al mando de Gregorio Mac Gregor.

Miranda desoye nuevamente a quienes recomendaban la ofensiva y ordena fortificar La Victoria según los planos preparados por el Coronel de Ingenieros Joaquín Pineda. Veintiocho cañones colocados en los puntos más importantes, defenderán desde ahora la inexpugnable plaza.

El oro que adorna la vajilla, los blancos manteles y el buen vino, contribuyen a hacer más irreal el absurdo banquete. Bordeando la mesa del dictador están Juan Pablo Ayala, Gregorio Mac Gregor, Pedro Gual, Francisco Espejo, Juan Germán Roscio, José de Sata y Bussi, Francisco Antonio Paul, Ambrosio Plaza y otros próceres, muchos de quienes habían firmado el año anterior el Acta que “en el nombre de Dios Todopoderoso” hacia libres a las provincias que hoy flamean en el azul de nuestro pabellón.

De pronto, un edecán se acerca al Generalísimo y le entrega un papel. Cambia el rostro; se fruncen el papel y el ceño. Se para de la mesa y entra en la Secretaría. Don Pedro Gual, quien años después, ya octogenario, seria Presidente de Venezuela, entra al Despacho y lo encuentra paseándose de un extremo a otro de la pieza; a Juan Germán Roscio “pegándose fuertes golpes con los dedos de una mano en la otra”; a Espejo cabizbajo y absorto y a Sata y Bussi, “parado como una estatua frente al escritorio”. “Me dirigí al General -escribirá luego- bien… y ¿que hay de nuevo? Nada me contestaba a la segunda vez cuando a la tercera, hecha después de algún intervalo, sacando el papel del bolsillo de su chaleco me dijo en francés: Tenez, Venezuela est bleséer au coeur (Tenga, Venezuela está herida en el corazón)”.

Era el oficio de Simón Bolívar, comunicándole la pérdida del Castillo de Puerto Cabello. Luego de un largo silencio añadió el General: “Vean ustedes, señores, lo que son las cosas de este mundo; ahora todo es incierto y azaroso, ayer no tenia Monteverde ni pólvora, ni plomo, ni fusiles; hoy puede contar con cuatrocientos quintales de pólvora, plomo en abundancia y tres mil fusiles. Se me dice que ataque al enemigo y este debe estar ya en posesión de todo. El oficio es del primero y hoy ya tenemos cinco; -y añadió- veremos que hacemos mañana.”

Lo que comenzó en cinco de julio, parecía terminar en cinco de julio.

Reúne a Roscio, Espejo, Paul, Sata y Bussi y al Marqués de Casa León y acuerdan negociar la capitulación. Con la rendición, caen las banderas de la Primera República que había nacido el 19 de abril y se había confirmado el 5 de julio. No la firmara el Generalísimo; no se firmara en La Victoria. Subalternos la firman en el Pueblo de San Mateo.

“Con vista de los sucesos Miranda parte para La Guaira”. Es apresado por sus propios compañeros bajo la acusación de traidor y en momento de intenso dramatismo se acerca a uno de ellos, le entrega el sable y comenta: “Bochinche, bochinche, esta gente no sabe sino hacer bochinche”.

El médico realista José Domingo Díaz, en su historia de la Rebelión de Caracas dice que el Marqués de Casaleón convenció a Miranda de la necesidad de capitular y él (quien para el gran historiador militar general Héctor Bencomo Barrios, era un agente inglés), le manifestó su deseo de viajar a Inglaterra pero le manifestó que no tenía recursos suficientes. El marqués le ordenó al doctor José Domingo traerle a La Victoria treinta mil onzas de oro de las cuales sólo le llevó diez mil y se las dieron a Miranda, con el compromiso de entregarle el resto a su paso por Caracas hacia La Guaira. Mientras se firmaban los documentos y se le entregaba la Patria al derrotado Monteverde, el generalísimo huyó pero fue alcanzado en el puerto por sus propios oficiales encabezados por Bolívar, quienes lo acusaron de traidor, lo hicieron preso y lo entregaron a los realistas. Según don Pedro Beroes, Miranda no se embarcó esa noche en una goleta inglesa que lo esperaba, esperando las otras veinte mil onzas.

Viene la caída. “La Fortaleza” de La Guaira, “El Castillo del Morro” en Puerto Rico y de allí al “Castillo de Las Siete Torres” en el Arsenal de la Carraca en Cádiz. “Estas cadenas españolas me pesan menos que las que me pusieron mis compatriotas en La Guaira”, dirá.

En julio de 1816 agrava sin presentir que esos mismos “bochincheros”, al mando de Bolívar, lograrán conquistar la libertad por la que él tanto había luchado.

Ahora, al vencedor de la Primera Batalla de La Victoria solo le esperan: ¡la muerte y… la gloria!

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